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De sueños y despertares


lacan21 - 9 de noviembre de 2019 - 0 comments

Adolfo Ruiz Londoño. “Umbral”. Fotografía. NEL- AMP

Adolfo Ruiz Londoño. “Umbral”. Fotografía. NEL- AMP

Marina Recalde – EOL-AMP

Me gustan mucho los sueños, tal vez porque encuentro en ellos un punto indomable. Que puede esconderse del otro. Es como si algo de la intimidad más íntima estuviera fuera del alcance. Incluso del alcance de uno mismo.

Son los sueños los que nos otorgan múltiples posibilidades de ser uno y varios al mismo tiempo, y no tener la obligación de quedarse en ninguno y en ningún lugar. Esto es algo que puede constatarse si uno lee Alicia en el País de las maravillas, libro de Lewis Carroll completamente onírico, que hace poco escuché decir a Silvia Hopenhayn, escritora argentina, que es un libro que es un antídoto contra la angustia. Bella manera también de definir un sueño: antídoto contra la angustia.

Y comparó la cueva sin fin donde cae Alicia, mientras va soñando y se va transformando, con la cueva de Montesinos, lugar donde fue a refugiarse Don Quijote, descendiendo con una soga para vivir “uno de los encantamientos más bellos de la historia universal”. Allí tendrá un hermoso sueño con vistas de praderas, castillo de paredes transparentes y Montesinos en persona, quien lo va guiando y le habla del mago Merlín. Al salir de allí cuenta esto a Sancho. Por eso esta escritora dice que tal vez esa cueva, donde ambos sueñan, sea el único lugar donde Don Quijote no se siente loco. Como en los sueños. Pero los sueños, donde son posibles estas varias y variadas posibilidades de ser uno y muchos a la vez, evitan el despertar a toda costa, allí donde uno se encuentra… con lo que es. O con lo que cree que es.

Para esta ocasión, quisiera partir de una cita, preciosa:

Lacan definía la realidad como el fantasma, excepto por los cinco sentidos. Soñar con los ojos abiertos adquiere así todo su sentido: define la posición del sujeto en la realidad, es la continuación del sueño por otros medios, de suerte tal que aquí la temática del despertar sube un escalón: el despertar cotidiano sólo se presenta como la continuación del sueño por los medios de la realidad. El despertar psicoanalítico es otra cosa, ya que es el despertar del despertar. Esto es fundamental. Es un despertar por el lado del deseo y de la satisfacción y no por el lado del horror.[1]

Tenemos entonces dos estatutos del despertar: el despertar del horror, podemos decir, el despertar que sucede a la pesadilla; y el despertar analítico, que permite un franqueamiento tan vivo como necesario.

Tomando esta perspectiva, la pesadilla también es un sueño, y obedece “hasta cierto punto, a las leyes de la producción onírica, pero a partir de ese punto los mecanismos del sueño que son, según Freud, determinados por el deseo, se congelan en un impasse de angustia, frente al cual solo resta despertar”.[2] Es decir que el deseo deja de proteger al soñante y aparece el goce en toda su crudeza.

Pero también tenemos otros despertares del sueño, no necesariamente de angustia, sino, muchas veces, frente a un exceso de placer, o despertares justo allí cuando un enigma iba a resolverse, o justo cuando una fórmula iba a revelarse… en fin, diferentes presentaciones de lo real frente al cual el sujeto también despierta, desprotegido de los mecanismos del sueño. Podemos decir que despierta frente a este impasse, insoportable por otros motivos.

En los testimonios de los Analistas de la Escuela siempre aparece algún sueño. A veces muchos, otras pocos y otras casi nada. Pero son elevados a un lugar paradigmático. Ese sueño fue leído y usado de un modo determinado. Otros pasan sin pena ni gloria. Pero si se extraen las consecuencias es porque han tenido algún uso, alguna interpretación, que los ha diferenciado del resto. A veces han sido sueños de un enorme despliegue. Casi cinematográficos. A veces, sueños breves, en apariencia menores. A veces, sueños repetidos. Pero por alguna razón han tenido un enorme valor, que los diferenció del resto de los sueños. Y el soñante cree en ellos, como en el síntoma.

Ahí algo se constata: esos sueños de final lo permiten. Sueños de final, sí. Pero esto no quiere decir que estos sueños y esas lecturas no se produzcan a lo largo del análisis, en el arduo camino que lleva –cuando eso sucede– a concluir.

Momentos fugaces de despertar para continuar durmiendo, pero sabiendo que esos despertares existieron. Si el sujeto despierta, ya no es posible retroceder. Aunque la neurosis, siempre al servicio del deseo de dormir, intente hacer ingresar al sujeto al sopor que el Edipo conlleva. La neurosis adormece.

El sueño es, en todo caso, una formación del inconsciente que también permite tramitar, o al menos lo intenta, qué hacer con este punto de indecible que ninguna palabra alcanza a nombrar.

Nueva cara del sueño; ya no aquella que está al servicio del dormir, es decir, la que sigue llamando a un S2 para intentar encontrar un otro significante que intentaría nombrar lo innombrable, sino aquella cara que implica un cierto despertar y con la cual el sujeto deberá arreglárselas para no volver a dormirse.

Es cierto que el despertar total y continuo es imposible. Sin embargo, esas chispas fugaces de despertar, cuando se alcanzan, posibilitan el acceso a esos instantes en donde nos libramos de los efectos de sentido, esos en los cuales (incluso habiendo concluido un análisis) seguimos a veces dormidos, enredados en la debilidad mental del sentido que inevitablemente nos atrapa.


 

[1] Miller, J.-A., “Despertar”, en Matemas 1, Manantial, Buenos Aires, 1987, p.120.
[2] Do Rego Barros, R., “O pesadelo, entre sonho e angústia”, Opçao Lacaniana N° 11, EBP, 1994.