Gerardo Arenas
EOL-AMP
Parafraseando a Lacan, digamos que está por formularse una ética que, basada en el respeto por el modo singular de gozar, centrada en la responsabilidad absoluta del sujeto, y balizada por la dignidad, integre las conquistas lacanianas sobre el sinthome: para poner en su cúspide la renovada cuestión del deseo del analista.1
Prematura, sin ser precipitada, la frase de este epígrafe –que en 2010 concluía nuestra propuesta de redefinir la orientación de Lacan– merece que al menos comencemos a elucidar sus cláusulas y justificar su necesidad.
En la experiencia analítica, el respeto no opera del mismo modo que fuera de ella. Sin duda, analizante y analista suelen tratarse con deferencia y cortesía, pero ello admite muchas excepciones; no implica reciprocidad y puede incluso ser inadecuado. Ante todo, la regla fundamental no sólo propone que, si alguna vez la ocurrencia “Mi analista tiene cara de imbécil” surge en un analizante, éste no dude en enunciarla, sino que además lo incita a no remplazar la palabra “imbécil” por un sinónimo más suave, como “tonto”, ya que el análisis opera con y sobre el significante. En este nivel, la ausencia de metalenguaje invalida el consejo Suaviter in modo, fortiter in re (o su versión de refranero: Lo cortés no quita lo valiente), pues aunque “imbécil” y “tonto” tengan el mismo significado, en calidad de significantes no admiten los mismos cortes ni poseen los mismos equívocos, y entonces no resonarán igual en la interpretación. El analista, por eso, no tomará esa frase como una falta de respeto para con su persona. La urbanidad no debe prevalecer frente a la regla fundamental ni a la interpretación. Para que a una analizante que se queja de vivir incansablemente apresurada, y que además está atada a un amor único y difícil, se le interprete “Usted es una mujer ligera”,2,3 el analista debe abandonar todo miramiento relativo al tenor de la expresión elegida, a fin de poder así emplear la única arma que posee: el equívoco.4 Por eso Freud suele comparar al analista con el cirujano,5 que “deja de lado [hasta] su compasión humana [para] realizar una operación lo más acorde a las reglas del arte”.6 Al fin y al cabo, la cortesía es la lengua de las cortes, hecha para dirigirse al amo, y el analista sólo puede usarla con ironía, como el cirujano del cuento,7 lo cual no lo autoriza a devenir un nuevo amo, al menos porque en la experiencia analítica quien realiza el diagnóstico, define el campo quirúrgico y autoriza la intervención es, sin excepciones, el analizante mismo.8
Por otro lado, si bien el campo del goce dista mucho de ser homogéneo,9 es notable la uniformidad con que el goce ajeno, sea cual fuere, suscita en nosotros una intolerancia que en lo individual va desde el horror hasta el odio y en lo social promueve el racismo y la segregación.10 Tanto es así, que en el mandamiento cristiano Amarás a tu prójimo como a ti mismo, muy comentado por Freud,11 cabría con justicia dar a ese enigmático “como a” el sentido condicional del latín quoad (similar al de “siempre y cuando”), ya que lo radicalmente extraño, diferente, otro, es objeto de la mayor repulsa. El control suele revelar los obstáculos que ello impone al deseo del analista. Pero esto no significa que un analista deba respetar cualquier modo de gozar. De hecho, en general procura socavar dos de ellos, que pueden ser compartidos por estar ligados a lo simbólico: el goce del sentido y el goce fálico, presentes en el síntoma y en el fantasma. Lo paradójico es que, como una economía rige la distribución de los goces, reducir esos dos modos implica incrementar el tercero, que es precisamente el goce privativo del analizante: el goce del Otro, que Lacan denomina “goce de la vida”, que es estrictamente singular.12 Valga este párrafo como glosa de la cláusula relativa al respeto por el modo singular de gozar.
¿Qué decir ahora acerca de la responsabilidad absoluta del sujeto? A primera vista, lo más chocante en esta expresión es el carácter incondicional de la responsabilización que la experiencia analítica pone en práctica, alejada de su mera equivalencia con el castigo.13 ¿De qué responsabilidad hablamos?
Mientras creamos que el análisis es un lazo entre dos personas, nunca entenderemos todas las responsabilidades que están en juego, que son muchas y están bien diferenciadas. Todo análisis involucra cuatro términos: el analista, el analizante, la pareja analizante-analista, y el discurso analítico. (Que este último incluya a un amplio conjunto de personas, lejos de repartir las responsabilidades, las multiplica.) Y el analista es “responsable de un discurso que crea una soldadura entre el analizante [y] la pareja analizante-analista”.14 Para que esta pareja se constituya, debe producirse –como en toda pareja– un encuentro, y de ese encuentro –como de cualquier amor– ambos partenaires son responsables: el analizante, por la transferencia de libido que lo posibilita, y el analista, por prestarse a ser objeto de esa transferencia. Es lo que Freud recalca en sus escritos técnicos.
¿Cómo logra el analista hacerse objeto de la transferencia? No por sus bellos ojos, sino mediante una interpretación que roce lo que en el sujeto es más íntimo y a la vez más extraño.15
Hasta aquí, la responsabilidad del analista en la dirección de la cura es triple: debe calcular sus palabras, para que éstas tengan efecto de interpretación; maniobrar con su persona, para prestarla al juego de la transferencia, y comprometer en ello su singularidad (ese núcleo de su ser que su propio análisis le habrá permitido despejar) sometiéndola a la de su analizante.16 En este nivel, por lo tanto, se espera del analista lo mismo que de su analizante al final del análisis: que logre arreglárselas dignamente con su singularidad. Tal es la justificación última del análisis del analista. Y también la del control, que no hace más que prolongarlo.
Ahora bien, para que todo esto tenga lugar, el analista debe comenzar por hacer al sujeto responsable de su posición en relación con el significante. ¡Es la base de todo! En la experiencia analítica, “de nuestra posición de sujeto somos siempre responsables”, dice Lacan,17 y esto no cae del cielo. La “letra chica” de la regla analítica fundamental reza: Todo lo que usted diga será cargado a su cuenta. ¿Y cómo se lo carga?
La posición inicial del sujeto respecto del significante varía dentro de un amplio abanico que va desde la que tiene en el lapsus linguae (donde responsabilizarlo es muy fácil), hasta la que resulta de la alucinación verbal (donde responsabilizarlo es casi imposible).18 La fórmula “un significante representa a un sujeto para otro significante”19 no describe, pues, una estructura dada o natural, sino el producto de un forzamiento. Una vez logrado ese primer paso, una vez que el sujeto acepta hacerse súbdito de los significantes que profiere, el siguiente paso consiste en cerrar el círculo del discurso del amo (es decir, el del inconsciente) para constituirlo como tal, y ello entraña responsabilizar al sujeto por el modo de gozar (fantasmático) que esa articulación significante-sujeto produce. Esto suele ser aún más arduo que lograr la representación del sujeto por el significante amo, y el caso extremo de esa dificultad también se sitúa en las psicosis, donde el delirio suele ocupar el lugar estructural que en las neurosis cabe al fantasma.
Como se ve, no hacemos al analizante responsable de todo lo que ocurre en la experiencia analítica, sino apenas de su posición de sujeto como efecto del significante, y esta responsabilización, que no es creada por decreto, resulta de una operación interpretativa hecha al comenzar la experiencia (es la condición sine qua non para que ella tenga lugar).
Llegamos así al punto más difícil de elucidar en nuestra propuesta de una ética coherente con la orientación de Lacan. ¿Una ética balizada por la dignidad? ¿Qué significa esto?
Uno de nuestros mayores escollos es que la dignidad aún no accedió al rango de noción clave en la elaboración teórica. Pero notemos que no es raro que la posición del sujeto en sus lazos amorosos se caracterice, al comienzo de la experiencia, por la indignidad (que a veces motiva el análisis),20 ni es poco habitual que ciertas intervenciones restablezcan el perdido sentimiento de la dignidad.21 Quizá la mejor prueba de que esta se entrama íntimamente con la meta del análisis, cuyo hilo rector es la singularidad,22 sea el hecho de que, cuando nuestra singularidad es cuestionada, desconocida, rechazada o arrasada, la indignación nos embarga.23 Y en este aspecto, la dificultad con que nos topamos para definir la dignidad es esclarecedora en sí, porque se entronca con la peculiar relación que la singularidad mantiene con lo simbólico (en la medida en que este registro es, por definición, universal). Sabemos que digno significa merecedor, y no necesariamente de un bien (algo puede ser digno de elogio o de reprobación), pero no nos interesa aquí la dignidad humana, enlazada con los merecimientos que pertenecer a la especie hombre implica, sino lo que cada uno merece en el trato –sobre todo, amoroso– por ser único.24
Pues bien, dado que el analizante llega a la consulta con la dignidad comprometida, vilipendiada o destrozada, y en la experiencia analítica busca recuperarla –si alguna vez la tuvo– o conquistarla, el carácter digno o indigno de su posición en las relaciones libidinales se convierte en una suerte de barómetro del progreso de su análisis, un indicador ético-clínico del punto al que ha llegado en éste. Más aún, si él soporta su singularidad con dignidad y ya no necesita sacrificar ésta en el altar de sus lazos amorosos, si puede amar dignamente, su análisis valió la pena.25 Por eso, las terapéuticas que sirven al discurso del amo están en pugna (tácita o explícita) con el psicoanálisis, ya que hay en juego dos éticas inconciliables: la que procura someter la “rareza” del paciente a la norma general que éste debería acatar para adaptarse a los cánones sociales, y la que hace valer la singularidad del analizante e intenta despejar el camino para que éste logre arreglárselas con ella sin comprometer su dignidad en las relaciones que mantiene.26
Como se recordará, habíamos adelantado la formulación de una ética que integre las conquistas lacanianas sobre el sinthome. Así, parafraseábamos la promesa lacaniana de “una ética que integre las conquistas freudianas sobre el deseo”27 -cumplida en los dos últimos seminarios anteriores al giro de los sesenta -,28 e indicábamos que para el último Lacan el sinthome ocupa un lugar homólogo al que el deseo tuvo para el primer Freud: el de lo singular.29 ¿Por qué sostenemos –sin tocar ni una coma en este caso– que, en la cúspide de la ética por venir, se colocará “la renovada cuestión del deseo del analista”?30 Porque esta cuestión se verá renovada indefectiblemente debido al sesgo en que proponemos abordar la ética, y porque la otra cuestión –la del sinthome del analista– recién empieza a esbozarse.31
Hemos concluido ya la tarea de elucidar las cláusulas de la ética cuya formulación anticipábamos, y creemos haber justificado suficientemente la necesidad en que cada una de ellas se apoya. Pero no pondremos punto final a estas líneas sin comentar el aparente oxímoron de su título y la falsa proeza de haber sostenido este discurso sin tomar en cuenta el registro de lo real.
En verdad, no hay tal proeza porque ésta ya fue realizada hace una década cuando Miller logró definir la orientación de Lacan en términos de lo singular y sin necesidad de hacer referencia a lo real.32 Haberlo notado de inmediato33 dio lugar a una elaboración colectiva, sostenida por años, en la Escuela de la Orientación Lacaniana.34
Es cierto que tomar como brújula lo singular y como barómetro la dignidad no reserva a lo real mucho lugar en la futura construcción de una ética que integre las conquistas lacanianas sobre el sinthome –acaso no le deje otro que el de la rosa de los vientos,35 o el de una plomada en el discurso de Lacan. Lo cierto es que ya no cabe tomar ese registro como el modo clave de orientarse en la experiencia analítica.36 Y, por más que definir una ética con independencia de lo real parezca despedir el sulfúreo tufillo de la herejía, es evidente lo que con ello se gana.
El propio Lacan notó, al final de su enseñanza, el carácter más bien pulverulento de su registro estrella,37 y eso, además de impugnar la utilidad de éste como guía, multiplica el número de reales en el discurso analítico. El problema es que, cuando empezamos a hablar de cosas tales como “el real de la ciencia”, “el real de la naturaleza”, “el real de las matemáticas”, “el real de la inexistencia” y “el real de la religión”, no hacemos más que revivir la pretendida extraterritorialidad del psicoanálisis38 bajo la forma de “un real” que sería suyo y nada más que suyo. Esto, a su vez, cierra el discurso analítico sobre sí mismo, pues la fórmula Ellos con su real y nosotros con el nuestro tiene la estupidez y la potencia necesarias y suficientes para abortar cualquier diálogo con otros discursos. Fundar así una ética del psicoanálisis que, a la inversa de la que Lacan esbozó en su séptimo seminario,39 sólo interese a los analistas, sería un sinsentido, ya que toda ética tiene vocación de lazo con lo otro, y ésta lo cortaría de cuajo.
¿Pero acaso no se corre el mismo riesgo al plantear una ética de lo singular? Para ver que no, deberemos primero captar por qué la expresión “ética de lo singular” no constituye un verdadero oxímoron. Es muy sencillo. En Sobre la interpretación, Aristóteles definió lo singular (kath’hékaston) como aquello que es propio de uno solo; para el caso del hombre, Schopenhauer lo denominó “núcleo de nuestro ser” y lo entendió como una voluntad inconsciente (“unseres Willens, welcher der Kern unseres Wesens ist”);40 Freud, que lo tomó de allí, remplazó la ambigua voluntad por el más preciso deseo, dotó al inconsciente de leyes propias que ya no permitían identificarlo con la mera falta de conciencia, identificó ese núcleo del ser con las “mociones de deseos inconscientes [que entrañan] una compulsión”,41 y así le dio el sentido clínico de un coercitivo rasgo de estilo que rige las relaciones eróticas del sujeto, un rasgo cuyo paradigma mostró en el historial del Hombre de los Lobos:
“El fenómeno más llamativo de su vida amorosa [eran] ataques de un enamoramiento sensual compulsivo que emergían en enigmática secuencia y volvían a desaparecer, desencadenaban en él una gigantesca energía aun en épocas en que se encontraba inhibido en los demás terrenos, y se sustraían por entero a su gobierno”.42
Por último, Lacan rescató de Freud esta interpretación de la singularidad como el peculiar estilo de los lazos eróticos, y así la conservó de punta a punta de su obra, por más que haya dado de la singularidad formulaciones muy diversas, tales como la de la “personalidad”, en su tesis psiquiátrica; la del “objeto a”, en los años sesenta y la del “sinthome”, en su seminario sobre Joyce.43 Si la ética versa sobre el lazo, y toda singularidad es lazo, una ética de lo singular no sólo es deseable y posible, sino también muy viable. Además, al fundar esta ética en lo singular, sorteamos el peligro de basarla en un real que el psicoanálisis supuestamente no comparte con otras disciplinas. Las tres extensiones (universal, singular, vacío) y las cuatro modalidades (posible, imposible, contingente, necesario) forman, por el contrario, una trama común a todos los discursos,44 y ello abre las puertas al diálogo. Asimismo, posibilita una confrontación efectiva. Los debates sobre la evaluación de la práctica, sobre la reglamentación de la salud mental y sobre el tratamiento del autismo, por citar sólo ejemplos recientes, tienen consecuencias políticas, económicas y sociales que exceden en mucho la intimidad de la experiencia analítica, pero serían insostenibles o desiertos si nos limitásemos a invocar “nuestro real”, en vez de contraponer a las aspiraciones de la ciencia y el mercado la ética de lo singular que el psicoanálisis propugna.