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LOS IDEALES DEL SEXO


lacan21 - 22 de octubre de 2018 - 0 comments

Manolo Rodríguez. “Dónde buscar”. Acrílico sobre tela

Manolo Rodríguez. “Dónde buscar”. Acrílico sobre tela

Claudio Godoy – EOL-AMP

 

“Men just aren’t the same  today” I hear every mother say
They just don’t appreciate that you get tired
They’re so hard to satisfy you
can tranquilize your mind
So go running for the shelter
of a mother’s little helper

M. Jagger-K. Richards

 

La mujer es no toda
porque su goce es dual

J. Lacan

En su escrito de 1964, “Posición del inconsciente”, Lacan reelaboraba su intervención durante el coloquio de Bonneval dedicado al inconsciente freudiano y realizaba una precisa crítica de la psicología. Desmontaba así el intento de muchos analistas de la época por dotar de una supuesta cientificidad al psicoanálisis bajo los auspicios de aquella y de insertar así el inconsciente en sus conceptos. Advertía a su vez que la psicología era uno de los medios privilegiados para la trasmisión de los ideales de una sociedad, estando éstos determinados cada vez menos por la tradición como por la lógica del mercado. Así, señalaba que: “…cierto progreso de la nuestra ilustra la cosa, cuando la psicología no sólo abastece las vías sino que se muestra deferente a los votos del estudio de mercado”. En efecto, hay consumo de masas sin que alguna forma de ideal se ponga en juego, tal como la publicidad lo revela.

El ejemplo que propone Lacan en dicho texto es el siguiente:

Habiendo concluido un estudio de este género sobre los medios apropiados para sostener el consumo en los E. U., la psicología se enroló, y enroló a Freud consigo, para recordar a la mitad más ofrecida a esa finalidad de la población que la mujer sólo se cumple a través de los ideales del sexo (cf. Betty Friedan sobre la ola de “mística femenina” dirigida, en tal década de la posguerra).

Estas líneas encierran varias precisiones que merecen ser retomadas para reflexionar sobre nuestra actualidad.

El malestar sin nombre

Betty Friedan (1921-2006) es la autora de La mística de la feminidad (1963), tal vez una de las obras fundamentales del feminismo del siglo XX junto con El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir. En su libro destacaba los cambios suscitados en la posguerra y cómo estos afectaron la posición social de las mujeres. Durante la contienda bélica, las mujeres habían tenido que adoptar toda una serie de responsabilidades laborales, particularmente en la industria, mientras los hombres permanecían en el frente. Pero al regresar, una vez finalizado el conflicto, intentaron persuadirlas para abandonar sus trabajos o carreras y retornar exclusivamente a su posición de esposas y madres. La felicidad de una mujer radicaría, por lo tanto, en realizar su esencia en dichos roles. La mística de la feminidad es así una falsa ontología de la plenitud femenina, una celebración del regreso heroico a su esencia de siempre y a los logros de la feliz ama de casa. Pero, como advierte con lucidez Friedan, en esta reconfiguración del rol tradicional se operaba un sutil desplazamiento, ya que el centro de gravedad estaba puesto en su función clave en la administración del consumo familiar:

¿Por qué no se dice nunca que la verdadera función crucial, el papel realmente importante que las mujeres desempeñan como amas de casas es el de comprar más cosas para la casa? En todo el discurso de la feminidad y del rol femenino, nos olvidamos que el asunto que de verdad interesa en América es el negocio.

En los años sesenta toda una nueva industria de electrodomésticos se desarrollaba y les proporcionaba ser la jefa de máquinas de la nave hogareña a la vez que la eficaz administradora de los consumos familiares. 

Para convencer a las mujeres de su misión ya no se trataría de recurrir a los oficios de la religión y sus imperativos morales, sino que esta nueva cruzada encontraría un fundamento “científico” en la psicología, sazonada con el aval de los descubrimientos freudianos: la envidia del pene señalaría así el derrotero de la niña que concluiría en la solución fálica de la maternidad por la mediación del hombre. Lacan advertía el modo en que la psicología arrastró a los psicoanalistas en su empresa y señaló la pertinencia de la observación de Friedan sobre la pendiente en que cayó el freudismo en los Estados Unidos: “Se convirtió –sostenía enfáticamente– en una ideología norteamericana en la que cabía todo, en una nueva religión”. Lo que dichos analistas y psicólogos olvidaban es que Freud dejaba un margen de misterio sobre lo femenino, pues su pregunta sobre qué quiere una mujer siempre quedó abierta y nunca se clausuró en la exclusividad de la respuesta fálica. Esta feminista norteamericana supo interpretar el profundo malestar que generaba en la mujeres esta felicidad ideal que se les pretendía imponer y que se revelaba en sus conversaciones más secretas o buscaba una solución en los tranquilizantes ofrecidos a su angustia por la industria farmacológica, el floreciente mother´s little helper de la década del sesenta. Ese “malestar que no tiene nombre” –como lo denomina esta autora– era un síntoma de lo que no podía subsumirse en el ideal, marcaba una discordancia irremediable entre este y lo femenino: “¿Por qué estoy mal si hice todo bien?”. Un malestar que remitía a lo sin-nombre, es decir a lo que no puede reducirse en lo universal del concepto. Esta referencia de Lacan de los años sesenta nos señala entonces claramente que, en la época de la evaporación del Nombre del Padre, ya no es la tradición lo que regula los ideales del sexo, sino que es el Mercado –con mayúscula– el que le imprime sus torsiones, deformaciones y reinvenciones; y que aun lo que puede aparecer bajo sus figuras clásicas está al servicio de la nueva funcionalidad que este determina. Podemos preguntarnos entonces en qué punto estamos hoy al respecto.

Los nuevos ideales femeninos, acordes a la lógica del capitalismo individualista, radicarían –tal como lo han destacado algunos autores– en las mujeres que encarnan el poder y la legalidad. Damas frías y calculadoras, aunque se revistan de un semblante más humanizado, serían el nuevo rostro del poder en el mercado globalizado. Mujeres serias, duras y responsables ocupadas en regular el goce descarriado de los hombres devenidos, luego del ocaso del patriarcado, en sujetos irresponsables y lúdicos. Identificados a una eterna juventud adolescente, sólo se dedicarían a cultivar un goce sin medida sino fuera por el saludable cuidado de ellas. Niños a ser cuidados por estas madres seductoras y severas que serían el relevo que suple al Nombre del padre desvanecido.

De todos modos, aunque pueda reconocerse dicho empuje en nuestra época, la lógica del no-todo y la alteridad femenina resisten cualquier reducción simplificadora a la lógica del Uno. Tal vez allí radica la auténtica angustia de los hombres, cuando la emancipación de las mujeres les revela no tanto la cara de un nuevo orden, sino la dimensión de lo hétero, pero ya sin los velos que lo recubrían.

No hay segundo sexo: hay lo hétero.

El 3 de marzo de 1972, Lacan comenta en su Seminario el encuentro fallido que tuvo con Simone de Beauvoir en1949, poco antes de publicar ella su célebre libro El segundo sexo, cuando lo llamó para solicitar su colaboración en torno al aporte del psicoanálisis sobre el tema: “… le hice observar que harían falta por lo menos –es un mínimo puesto que hablo de hace veinte años, y no es por casualidad– que harían falta al menos cinco o seis meses para que le resuelva la cuestión”, propuesta finalmente denegada por ella.

Si a Lacan le llevó veinte años desarrollar sus fórmulas de la sexuación, es porque éstas comportan un abordaje de la alteridad femenina muy diferente al de la autora en cuestión. Para ella, el modo en que se despliega la relación entre lo Uno y lo Otro, entre lo Mismo y lo Otro, implicaba una afirmación del primero en desmedro del segundo, que resulta por ello dominado. Se redoblaba así la distinción clásica entre sujeto y objeto, en donde la afirmación del primero construye al segundo por oposición. Debido a esto, al no poder leer en otros términos el par hombre-mujer, anhela una paridad que instaure una equivalencia. En su horizonte, ésta haría existir la relación entre ambos bajo la forma de una reciprocidad necesaria entre dos universales.

Lo que le hubiera llevado no menos de seis meses trasmitirle a Simone de Beauvoir es que no hay segundo, que no lo hay una vez que entra en función el lenguaje. La sexuación de los seres hablantes no distingue identidades sino dos modos de goce inconmensurables, que no se complementan ni establecen simetría alguna. El goce fálico y el goce femenino no se distribuyen parejamente: el primero no es patrimonio de un solo lado, sino que es inherente al hablante, y el otro no implica solo una alteridad para los hombres sino, fundamentalmente, para las mujeres mismas.

Si no hay segundo sexo, tampoco lo hay tercero ni cuarto ni quinto… Las diversas identidades sexuales que hoy proliferan no objetan la sexuación lacaniana, sino que indican la multiplicidad de semblantes con que se cubre el impasse sexual. Se caracterizan por ubicar en el lugar vacante de los significantes amos tradicionales la pluralización de los S1 en el mercado. Es un tratamiento nuevo, en donde las identidades proliferan, se multiplican, fundando comunidades que reclaman su derecho a la diferencia. Es la solución contemporánea por la vía del “ser”, que busca anclar la angustia y el extravío del sujeto contemporáneo. Se recubre de este modo, en la colectividad que instaura, la opacidad del goce de cada uno. La sexuación nos brinda, por el contrario, una lógica que no se confunde con las identificaciones, las prácticas y los partenaires elegidos. Estas, como la clínica lo demuestra, pueden adoptar diversas configuraciones en la vida de un sujeto, desplegarse de manera divergente en el plano del amor y el deseo, pero deberán siempre descifrarse en la singularidad de cada caso y no en la colectividad identificatoria.

En “El atolondradicho” –escrito contemporáneo al Seminario 19–, Lacan señala que: “Lo que se llama el sexo (y eventualmente el segundo, cuando es una necia) es propiamente, por sostenerse de notoda, el ἕτερος que no puede saciarse de universo”. Hay sexo para los hablantes, y éste está vaciado del universal que haría existir dos. La necedad sería suponer además que al ser dos alcanzarían una armónica relación.  En efecto, hétero proviene de la palabra griega ἕτερος, que significa ‘otro’ y se diferencia de déuteros (“segundo”, “el que sigue”). Nos indica que el Otro sexo carece de existencia e identidad en tanto universal; no hace dos, no hace un conjunto, sino que se cuenta una por una. No tiene ser ni permite fundar ninguna ontología. Esa tampoco puede reducirse al Uno, una mujer notoda. Los ideales quedan del lado del Uno, lo hétero no tiene con ellos común medida.

Por eso Lacan llama heterosexual a “…lo que ama a las mujeres, cualquiera que sea su propio sexo”. Amar lo femenino, lo hétero, no es hacer existir la relación sexual ni destacar su valor ético, pues se superpone necesariamente con las características de la elección de objeto. Hay hombres “héteros” por demás “idiotas”, y otros, “homos”, con una sensibilidad particular respecto de lo femenino. En el extremo encontramos diversas formas de rechazo, tanto en hombres como en mujeres, a la alteridad femenina, en tanto adopta la forma del encuentro angustioso con el S(A/  ). Especialmente en aquellos hombres en los que una mujer toma el valor fantasmático de un superyó insaciable que les exige la castración que no pueden dar. Eco de un superyo materno vociferante, al que ciertos hombres pueden responder de los modos más brutales, en una muestra de la degradación actual de la virilidad.

Para un analista, la posición sexuada de un sujeto no se lee entonces tanto en su adecuación a los ideales de una época, su identificación o no a las tradiciones, ni por el sostén de ciertos semblantes, sino en cómo, aun habitando cada lado de las fórmulas de la sexuación, intenta abrirse a lo Otro que hay en el sexo aunque la relación sea imposible. Allí, en el límite, no hay ideales del sexo que valgan. Finalmente, cada uno se encuentra solo con su partenaire síntoma, con su modo singular de fallar la relación sexual y con el arte del que es capaz.

 


Notas:
  1. Lacan, J., “Posición del inconsciente”. En Escritos 2. México. Siglo XXI, p. 811.
  2. Ibíd.
  3. Friedan, B., La mística de la feminidad. Valencia. Cátedra, 2009, p. 261.
  4. Ibíd., p. 283.
  5. Cf. Badiou, A., La vida verdadera. Bs. As. Interzona, 2017; Zizek, S., “Etats-Unis: La chance d’une gauche plus radicale ?”, en Le Monde, https://www.lemonde.fr/idees/article/2016/11/12/une-chance-de-recreer-une-gauche-authentique_5029953_3232.html  y la respuesta a este último de Laurent, É.,La carta ganadora y lo Uno”, en Lacan cotidiano, nº 615, http://www.eol.org.ar/biblioteca/lacancotidiano/LC-cero-615.pdf
  6. Lacan, J., El Seminario, libro 19: …o peor (1971-1972). Buenos Aires. Paidós, 1987, p. 93.
  7. Lacan, J.,  “El atolondradicho”. En Otros escritos. Buenos Aires. Paidós,  2012, p. 491.
  8.  Ibíd.