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No sin los psiquiatras


lacan21 - 18 de mayo de 2023 - 0 comments

Viviana Berger (NELcf)

A lo largo de los años en la práctica con pacientes que requieren medicación, me ha tocado trabajar con un conjunto de psiquiatras de diferentes corrientes. Intercambiar lecturas del caso y definir criterios clínicos con aquellos atravesados por el discurso del psicoanálisis, en general no me ha despertado mayores reflexiones sobre el quehacer cotidiano de la consulta –hay una cierta familiaridad que da la ilusión que es posible entendernos y que compartimos un sentido común. Salir de la endogamia da más que hablar.

No es fácil la interlocución con otros discursos ajenos a la incidencia de la palabra sobre un sujeto, que desconfían del testimonio del paciente sobre su malestar, por impreciso y “manipulador”, y que a la hora de dar una respuesta recurren a los datos objetivos y certeros que encuentran en los manuales, los marcadores biológicos de la tecno-ciencia y los observables de la conducta. Sin embargo, no es este un gran obstáculo, siempre y cuando asumamos que cada uno habla su propia lengua.

En tanto analistas, sabemos que no se trata de un intercambio de saberes entre profesionales, que no anhelamos una imagen completa e “integral” del caso, que nadie tiene una verdad absoluta y que, como ya lo dijo el Tío Vania, el estado normal del hombre es ser original. El síntoma es enigmático, y para el psicoanálisis la referencia está en los dichos del sujeto que, solo tomados a la letra, podrán orientarnos hacia un tratamiento posible con las disciplinas que se requieran. Será, entonces, la función del psicoanalista hacer oír dicho estatuto del sujeto y su lógica singular.

En una visita a un paciente durante su internación a propósito de un desencadenamiento psicótico agudizado por el consumo de una mezcla descomunal de psicofármacos, el paciente insistía obcecadamente en encontrar el sentido de su uso de drogas durante la adolescencia. Hacía más de quince años que no salía de fiesta; sin embargo, a partir de este episodio puntual, en la clínica se insistió en diagnosticarlo y tratarlo como “adicto”. Decía: “Ahora, entiendo que yo recurría a las drogas para poder distanciarme de esta locura, pero en ese momento no la percibía. No era un adicto, era el único recurso que encontraba para evitar la locura y violencia de mi casa. Con este viaje horrible me di cuenta de eso. Necesito saber cómo empezó todo”. Seguirán fragmentos de un delirio deshilachado, lleno de acertijos en busca de interpretación y respuesta, en un trabajo del sujeto por discernir las pistas de esa experiencia inefable, con la ilusión de alcanzar alguna posible explicación de la experiencia de goce que lo arrolló. Ese esfuerzo de reconstrucción incluía, además, el nombre de la analista, que también apareció durante el desencadenamiento. “Estaba esperando que vinieras, tenemos que trabajar en todo esto” –así me recibió.

La institución ofreció sus muros para la contención, el lazo con otros en grupos terapéuticos; la psiquiatría ajustó el buen uso de la medicación, de modo tal de no afectar el trabajo del análisis, que se ocupó atentamente del tratamiento a través de la palabra del retorno invasivo de la pulsión en lo real, acompañando al sujeto en su esfuerzo por conciliar con algún sentido (por cierto, no el común) los signos insensatos y los fenómenos intrusivos que permanecieron aún por bastante tiempo.

Es riesgoso para el tratamiento del paciente cuando el diagnóstico de “adicción” se termina convirtiendo en la explicación universal que resuelve por arte de magia los imposibles a los que nos confronta la psicosis. Una institución atravesada por el discurso del psicoanálisis aprendería de la enseñanza de este paciente, cuya respuesta a la catástrofe subjetiva resultó en un esfuerzo por dar cuenta de ese goce -ahora identificable- iluminando la función que ocupó la droga en su vida –no solo la auto inducida, sino también el uso que hizo de los psicofármacos recetados en su momento por los médicos. “Siempre tuve un acostumbramiento muy rápido, y me encantaba probar de todo”. Luego, ya externado, se comprenderá, bajo esta lógica, por qué su íntima decisión de no consumir nunca más nada incidirá también sobre las prescripciones del psiquiatra.

Fue necesario hacer escuchar su versión subjetiva y convivir con las soluciones alternativas que se atravesaron ofreciendo rituales purificadores y ceremonias chamánicas espirituales, haciendo a un lado los prejuicios y el saber anticipado de lo que sería bueno o no para cada quién. El límite que inscribió “el psiquiátrico”, la sincronización de la palabra con la medicina y las entrevistas familiares, finalmente, demostraron su operatividad.

Asimismo, el psicoanálisis debe advertir a la psiquiatría en relación a ese fenómeno que llamamos transferencia y que acontece cuando un sujeto le habla a otro sobre aquello que constituye lo más íntimo de su existencia, generalmente desconocido para la lógica de la objetivación cientificista. Cito a Guy Briole: “En el horizonte actual del psiquiatría se encuentra la universalización del acto médico. Un acto que no se dirige sino al edificio biológico y para nada, al sujeto. Dicho de otra manera, se trata de reducir toda subjetividad y desembarazarse de ‘la molesta transferencia’. El psiquiatra moderno es voluntariamente benévolo y pedagogo con sus pacientes. O sea, es él quien les habla. Lo que provoca la producción de nuevos síntomas”.[1] En este punto, la interlocución con el psiquiatra se vuelve fundamental para evitar la automatización y resguardar los efectos del lazo transferencial con el médico, a los fines de la buena prosecución del proceso de estabilización.

Sin duda, todos aquellos que participan del tratamiento se encuentran formando parte del cuadro clínico. A la hora de tomar decisiones como cambios en la medicación o, incluso, del psiquiatra, contratación de cuidadores o realización de entrevistas familiares, se deberían calcular sus efectos e incidencias en la orientación del tratamiento.

Retomando el caso, la adquisición de una nueva obra de arte marcó un giro decisivo hacia la estabilización. “Me fascina. Me inspira ternura. Soy yo.” -dirá al respecto. Quitó las piezas anteriores “obscuras” y eliminó todos los posteos diabólicos de sus redes sociales. El nuevo objeto parece ser una operación diferente de lo real sobre lo real del goce. La oportunidad de la consulta en línea permitió su presencia –literal- en la sesión, en una dimensión particular, no en el sentido de algo que viene al lugar de otra cosa simbólicamente, sino un objeto real que introduce una novedad en relación al tratamiento del goce, en una condición más del orden del mostrar que del decir.

Me pregunto si disponemos de algún otro recurso que no sea el psicoanálisis, capaz de ofrecer un dispositivo que de un lugar y un tratamiento a ese dolor de existir imposible de curarse.


[1]  Briole, G., “Orientarse con el psicoanálisis en la práctica institucional”, en Fundamentos de las entrevistas clínicas de orientación lacaniana (Compiladora, V. Berger), Editorial Aksaha, p.155.

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